Después de muchos años, con­creto un sueño. Abrir la puerta de mi alma a otros. A aque­l­los cuya alma sufre. Los que se han quedado sin esper­an­zas, los que se sien­ten incom­pren­di­dos, fra­casa­dos; que cam­i­nan al borde del abismo entre la vida y la no vida; que suben y bajan de la mon­taña rusa. Los que no ven sal­ida, que viven en el miedo y el pánico, que se odian y odian a todos, al mundo, la sociedad, sus padres, el cole­gio … Que tran­si­tan por el lado oscuro. A los com­pli­ca­dos y los com­ple­jos. A los que no logran estable­cer rela­ciones duraderas y armóni­cas. A los que dan vueltas y vueltas y siguen dónde mismo. A los que repiten su his­to­ria de “fra­ca­sos”. A la “gen­eración pér­dida”, a los ado­les­centes que bus­can su des­tino. A los que se lo cues­tio­nan todo. A los que enter­raron sus emo­ciones. A los que la mente no los deja vivir.

A los hijos y a los padres, mutu­a­mente incom­pren­di­dos y en per­ma­nente con­flicto. A sus pre­juicios y creen­cias, sus razones y sin razones, sus deber ser y tener que. Sus inflex­i­bil­i­dades y falta de mutua empatía. A sus provo­ca­ciones y a sus impotencias.

A las per­sonas que viven inten­sa­mente, que por vivir inten­sa­mente, sufren intensamente.

Abro la puerta a los que se sien­ten per­di­dos y no entien­den nada. A los que quieren saber quiénes son y conec­tar­los con su esen­cia. A los que están dis­puestos a sacarse las más­caras, ser libres y recor­rer sus miedos más profundos.