“No me des todo lo que te pida. A veces sólo pido para ver hasta cuánto puedo tomar.

No me grites. Te respeto menos cuando lo haces y me enseñas a gri­tar a mí tam­bién y yo no quiero hacerlo.

No me des siem­pre órdenes. Si en vez de órdenes, a veces me pidieras que las cosas, yo las haría más rápido y con más gusto.

Cumple las prome­sas “bue­nas” y “malas”. Si me prom­etes un pre­mio dámelo, pero tam­bién si es un castigo.

No me com­pares con nadie, espe­cial­mente con mi her­mana o her­mano. Si tú me haces lucir mejor que los demás, alguien va a sufrir,

y si me haces lucir peor que los demás, seré yo quien sufra.

No cam­bies de opinión tan a menudo sobre lo que debo hacer; decídete y man­tén esa decisión.

Déjame valerme por mí mismo. Si tú lo haces todo por mí, yo nunca podré aprender.

No digas men­ti­ras delante de mí, ni me pidas que las diga por ti, aunque sea para sacarte de un apuro. Me haces sen­tir mal y perder la fe en lo que me dices.

Cuando yo hago algo “malo”, no me exi­jas que te diga “porqué lo hice”, a veces ni yo mismo lo sé.

Cuando estés equiv­o­cado en algo admítelo y cre­cerá la opinión que yo tengo de ti. Y me enseñarás a admi­tir mis equiv­o­ca­ciones también.

Trá­tame con la misma cor­dial­i­dad con la que tratas a tus ami­gos, ya que, porque seamos familia, eso no quiere decir que no podamos ser ami­gos también.

No me digas que haga una cosa y tú no la haces. Yo apren­deré y haré siem­pre lo que tú hagas, aunque no lo digas, pero nunca haré lo que tu digas y no hagas.

Cuando te cuente un prob­lema mío, no me digas “no tengo tiempo para boberías” o “eso no tiene impor­tan­cia”. Trata de com­pren­derme y ayudarme.

Y quiéreme y dímelo. A mí me gusta oírtelo decir, aunque tú no creas nece­sario decírmelo».

Revista La MAGA. Repro­ducida en “Tiem­pos del Mundo”, Buenos Aires, marzo 1998).